«Yo he venido para traer fuego al mundo, y ¡cómo me gustaría que ya estuviera ardiendo!» (Lc 12,49).
En el Antiguo Testamento el fuego simboliza la palabra de Dios pronunciada por el profeta. Pero, también, el juicio divino que purifica a su pueblo, pasando por en medio de él.
Así es la Palabra de Jesús, construye, pero simultáneamente destruye lo que no tiene consistencia, lo que tiene que caer, lo que es vanidad y deja en pie sólo la verdad.
S. Juan Bautista había dicho de él: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego», anunciando el bautismo cristiano inaugurado el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo y la aparición de lenguas de fuego.
Por tanto, ésta es la misión de Jesús: arrojar fuego sobre la tierra, dar el Espíritu Santo con su fuerza renovadora y purificadora.
«Yo he venido para traer fuego al mundo, y ¡cómo me gustaría que ya estuviera ardiendo!».
Jesús nos da el Espíritu. Pero ¿de qué modo actúa el Espíritu Santo?
Lo hace infundiendo en nosotros el amor. Ese amor que nosotros, por deseo suyo, debemos mantener encendido en nuestros corazones.
¿Y cómo es este amor?
No es terrenal, limitado; es amor evangélico. Es universal como el del Padre celestial que manda la lluvia y el sol sobre todos, sobre buenos y malos, incluso sobre los enemigos.
Es un amor que no espera nada de los demás, sino que toma siempre la iniciativa, es el primero en amar.
Es un amor que se hace uno con cada persona: sufre con ella, goza con ella, se preocupa con ella, espera con ella. Y lo hace, si es necesario, concretamente, con hechos. Un amor, por tanto, no meramente sentimental, no sólo de palabras.
Un amor por el cual se ama a Cristo en el hermano y en la hermana, recordando aquel: «A mí me lo hacéis.
Es un amor, además, que tiende a la reciprocidad, a realizar con los demás el amor recíproco. Este amor, siendo expresión visible, concreta, de nuestra vida evangélica, subraya y da valor a la palabra que luego podremos y deberemos ofrecer para evangelizar.
«Yo he venido para traer fuego al mundo, y ¡cómo me gustaría que ya estuviera ardiendo!».
El amor es como un fuego, lo importante es que permanezca encendido. Y, para que esto sea así, es necesario que queme siempre algo. Ante todo, nuestro yo egoísta, y se hace así porque, amando, estamos completamente volcados en el otro: o en Dios, cumpliendo su voluntad, o en el prójimo, ayudándolo.
Un fuego encendido, aunque sea pequeño, si se alimenta puede llegar a ser un gran incendio. Ese incendio de amor, de fraternidad universal que Jesús trajo a la tierra.
Chiara Lubich