REFLEXIONES SOBRE EL ADVIENTO DE D. JAVIER
Esperar el Adviento es esperar ese Amor que ilumina la vida. Y yo entiendo perfectamente a aquellas personas que no tienen fe, o cuya fe es tan frágil y tan débil que no puede llamarse verdaderamente fe, y que cuando llegan estos días no entienden que, como por obligación, hubiera que estar alegres. Y dicen: “¿Cómo voy a estar alegre, si me falta mi madre?” Como si la vida, en el fondo, nos separara de nuestro origen, y nos hiciera más difícil vivir contentos y dar gracias por ella. En el fondo, es como si la vida no cumpliera nunca su promesa, esa promesa que todos hemos intuido cuando éramos bebés, cuando éramos niños, cuando se abrían nuestros ojos a la luz y a la vida. Y se preguntan: “¿Y por qué voy a tener que estar alegre? ¿Porque toca Navidad? ¿Es esa una cuestión de intereses comerciales, o de otras cosas?” Y yo lo entiendo perfectamente. Algunas personas lo expresan claramente, y te dicen: “Para mí los días de la Navidad son los más tristes de todo el año, por la gente que echas de menos, por los amigos con los que no estás, por las personas que te faltan”, tal vez por las heridas que el año y el tiempo han ido dejando en el propio corazón y en la propia vida.
Sólo cuando uno ha encontrado a Jesucristo puede descansar, en Navidad y siempre. Porque cada Eucaristía es una pequeña Navidad, en la que el Señor se me da a mí de nuevo, se me regala como un don, siempre fresco, siempre desbordante. Que, por supuesto, no quita nada del drama de mi existencia ni de mis torpezas, o de mis heridas, y, sin embargo, sé que puedo apoyarme en una luz más grande, sé que hay un Amor más grande en el que puedo sostenerme en mi pobreza, sobre el que puedo descansar. “Venid a Mí todos los que estéis cansados y agobiados -dijo el Señor- y Yo os aliviaré, y encontraréis vuestro descanso”. Ese descanso es el que celebramos en Navidad. La venida, la realidad, la experiencia viva, porque no es simplemente que nos lo han contado y nos lo creemos, sino que, cuando uno acoge a Jesucristo en la propia vida, uno ve, sencillamente, florecer ese don: la paz, el sosiego, la alegría, la misericordia. Y uno ve por todas partes los signos de esa misericordia, cómo nos protegen, cómo nos miman, cómo nos permiten sobrevivir al espesor, a veces terrible, del misterio del mal.
(Homilia en la Catedral 21/12/2008: IV Domingo de Adviento)
Esperar el Adviento es esperar ese Amor que ilumina la vida. Y yo entiendo perfectamente a aquellas personas que no tienen fe, o cuya fe es tan frágil y tan débil que no puede llamarse verdaderamente fe, y que cuando llegan estos días no entienden que, como por obligación, hubiera que estar alegres. Y dicen: “¿Cómo voy a estar alegre, si me falta mi madre?” Como si la vida, en el fondo, nos separara de nuestro origen, y nos hiciera más difícil vivir contentos y dar gracias por ella. En el fondo, es como si la vida no cumpliera nunca su promesa, esa promesa que todos hemos intuido cuando éramos bebés, cuando éramos niños, cuando se abrían nuestros ojos a la luz y a la vida. Y se preguntan: “¿Y por qué voy a tener que estar alegre? ¿Porque toca Navidad? ¿Es esa una cuestión de intereses comerciales, o de otras cosas?” Y yo lo entiendo perfectamente. Algunas personas lo expresan claramente, y te dicen: “Para mí los días de la Navidad son los más tristes de todo el año, por la gente que echas de menos, por los amigos con los que no estás, por las personas que te faltan”, tal vez por las heridas que el año y el tiempo han ido dejando en el propio corazón y en la propia vida.
Sólo cuando uno ha encontrado a Jesucristo puede descansar, en Navidad y siempre. Porque cada Eucaristía es una pequeña Navidad, en la que el Señor se me da a mí de nuevo, se me regala como un don, siempre fresco, siempre desbordante. Que, por supuesto, no quita nada del drama de mi existencia ni de mis torpezas, o de mis heridas, y, sin embargo, sé que puedo apoyarme en una luz más grande, sé que hay un Amor más grande en el que puedo sostenerme en mi pobreza, sobre el que puedo descansar. “Venid a Mí todos los que estéis cansados y agobiados -dijo el Señor- y Yo os aliviaré, y encontraréis vuestro descanso”. Ese descanso es el que celebramos en Navidad. La venida, la realidad, la experiencia viva, porque no es simplemente que nos lo han contado y nos lo creemos, sino que, cuando uno acoge a Jesucristo en la propia vida, uno ve, sencillamente, florecer ese don: la paz, el sosiego, la alegría, la misericordia. Y uno ve por todas partes los signos de esa misericordia, cómo nos protegen, cómo nos miman, cómo nos permiten sobrevivir al espesor, a veces terrible, del misterio del mal.
(Homilia en la Catedral 21/12/2008: IV Domingo de Adviento)