«Velad y orad para que no desfallezcáis en la prueba. El espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil».
Estas palabras, leídas a la luz de las circunstancias en las que fueron pronunciadas, hay que verlas como un reflejo del estado de ánimo de Jesús más que como una recomendación a sus discípulos, es decir, reflejan su modo de prepararse para la prueba. Ante su inminente pasión, Jesús reza con todas las fuerzas de su espíritu, lucha contra el miedo y el terror de la muerte, se abandona al amor del Padre para ser fiel hasta el fondo a su voluntad y ayuda a sus apóstoles a hacer lo mismo.
Aquí Jesús se nos presenta como modelo de quien tiene que enfrentarse a la prueba y, al mismo tiempo, como hermano que se pone a nuestro lado en ese momento difícil.
«Velad y orad para que no desfallezcáis en la prueba. El espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil».
La exhortación a la vigilancia es recurrente en labios de Jesús. Para Él velar quiere decir no dejarse vencer nunca por el sueño espiritual, mantenerse siempre dispuesto a acoger la voluntad de Dios, saber captar sus signos en la vida de cada día y, sobre todo, saber leer las dificultades y los sufrimientos a la luz del amor de Dios.
Y la vigilancia es inseparable de la oración, porque la oración es indispensable para vencer la prueba. La fragilidad connatural del hombre («la debilidad de la carne») se puede superar mediante la fuerza que viene del Espíritu.
«Velad y orad para que no desfallezcáis en la prueba. El espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil».
¿Cómo vivir, pues, la Palabra de vida de este mes?
También nosotros tenemos que estar preparados para afrontar las pruebas, pequeñas o grandes, con que nos topamos todos los días. Pruebas normales y pruebas clásicas con las que un cristiano no puede dejar de encontrarse un día u otro. Ahora bien, Jesús nos advierte de que la primera condición para superar las pruebas, cualquier prueba, es la vigilancia. Se trata de saber discernir, de darse cuenta de que Dios permite las pruebas no para que nos desanimemos, sino para que las superemos y así maduremos espiritualmente.
Y a la vez tenemos que rezar. La oración es necesaria porque hay dos tentaciones a las que estamos más expuestos en esos momentos: por una parte, creer que podemos arreglárnoslas por nosotros mismos; por otra, el sentimiento contrario, es decir, el temor de no ser capaces, como si la prueba fuera superior a nuestras fuerzas. Sin embargo, Jesús nos asegura que el Padre celestial no dejará que nos falte nunca la fuerza del Espíritu Santo si estamos vigilantes y se lo pedimos con fe.