En esta brevísima parábola, Jesús impacta la imaginación de sus oyentes fuertemente. Todos conocían el valor de las perlas que, junto con el oro, eran entonces lo más precioso que se conocía.
Además, las Escrituras hablaban de la sabiduría, es decir, del conocimiento de Dios como de algo que no se podía comparar «ni a la piedra más preciosa».
Pero se pone de relieve en la parábola el acontecimiento excepcional, sorprendente e inesperado que representa para ese comerciante el haber echado el ojo, quizá en un bazar, a una perla que sólo a sus ojos expertos tenía un valor enorme y de la cual podía sacar un beneficio óptimo. Por eso, habiendo hecho sus cálculos, decidió que valía la pena vender todo para comprar la perla. Y ¿quién no hubiera hecho lo mismo en su lugar?
Ahí está, por tanto, el significado profundo de la parábola, el encuentro con Jesús y con el Reino de Dios entre nosotros -¡ésa es la perla!- es esa ocasión única que hay que coger al vuelo, empeñando hasta el fondo todas nuestras energías y lo que se posee.
«También puede compararse el reino de los cielos a un comerciante que busca perlas finas. Cuando encuentra una de mucho valor, va a vender todo lo que tiene y la compra».
No es la primera vez que los discípulos sienten que están ante una exigencia radical, es decir, ante ese todo que hay que dejar para seguir a Jesús: los bienes más preciosos como los afectos familiares, la seguridad económica, las garantías para el futuro.
Pero su petición no es absurda o sin motivo.
Por un ‘todo’ que se pierde hay un ‘todo’ que se encuentra, inestimablemente más precioso. Cada vez que Jesús pide algo, promete también dar mucho, mucho más con una medida superabundante.
Así con esta parábola nos asegura que tendremos entre las manos un tesoro que nos hará ricos para siempre.
Y si puede parecer un error dejar lo cierto por lo incierto, un bien seguro por un bien sólo prometido, pensemos en aquel mercader: él sabía que la perla era mucho más preciosa y esperaba con confianza lo que sacaría comerciando con ella.
Así el que quiere seguir a Jesús sabe, ve, con los ojos de la fe, qué inmensa ganancia será compartir con Él la herencia del reino por haberlo dejado todo, al menos espiritualmente.
A todos los hombres Dios les ofrece en la vida una ocasión parecida para que la sepamos aprovechar.
«También puede compararse el reino de los cielos a un comerciante que busca perlas finas. Cuando encuentra una de mucho valor, va a vender todo lo que tiene y la compra».
Es una invitación concreta a dejar a un lado todos esos ídolos que pueden ocupar el lugar de Dios en el corazón: carrera, matrimonio, estudios, una cosa bonita, la profesión, el deporte, la diversión.
Es una invitación a poner a Dios en el primer lugar, en el vértice de cada pensamiento nuestro, de cada afecto porque todo en la vida debe converger en Él y todo debe descender de Él.
Si hacemos esto, buscando el reino según la promesa evangélica, el resto se nos dará por añadidura. Arrinconando todo por el reino de Dios, recibiremos el céntuplo en casas, hermanos y hermanas, padres y madres porque el Evangelio tiene una clara dimensión humana: Jesús es hombre-Dios, y junto con el alimento espiritual nos asegura el pan, la casa, el vestido, la familia.
Quizás deberíamos aprender de los ‘pequeños’ a fiarnos más de la Providencia del Padre, que hace que no le falte nada a quien da por amor todo lo que tiene.
En el Congo unos chicos fabrican desde hace algunos meses unas tarjetas artísticas con la cáscara de plátano que luego se vende en Alemania. En un primer momento se quedaban con todo lo que ganaban (alguno mantiene de este modo a su familia completa). Ahora han decidido poner el 50% en común y 35 jóvenes parados han recibido una ayuda.
Y Dios no se deja vencer en generosidad: dos de estos chicos han dado un testimonio tal en la tienda donde están empleados, que distintos comerciantes en busca de personal se han dirigido a esa tienda y así once han encontrado un trabajo fijo.