Escucha lo que te dice:
«Os aseguro que si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, le diríais a este monte: ¡quítate de ahí y ponte allí! Y el monte cambiaría de lugar; nada os resultaría imposible». (Mt 17,20).
Es evidente que la expresión «mover montañas» no se tiene que tomar al pie de la letra. Jesús no prometió a sus discípulos un poder de hacer milagros espectaculares para asombrar a la multitud. Y, de hecho, si vas a buscar en toda la historia de la Iglesia, no encontrarás a un santo -que yo sepa- que haya cambiado montañas de lugar con la fe.
«Mover montañas» es una hipérbole, es decir, una manera intencionadamente exagerada de decir las cosas para inculcar en la mente de sus discípulos la idea de que para la fe no hay nada imposible.
Así, cada milagro que Jesús realizó, directamente o a través de los suyos, lo hizo siempre en función del reino de Dios o del evangelio o de la salvación de los hombres. Cambiar una montaña de lugar no serviría para ese fin.
La comparación con el «grano de mostaza» es para indicar que Jesús no te pide una fe más o menos grande, sino una fe auténtica; y la característica de la fe auténtica es apoyarte únicamente en Dios y no en tus capacidades.
Si te asalta la duda o vacilas en la fe, significa que tu confianza en Dios todavía no es plena: tienes una fe débil y poco eficaz, que aún se apoya en tus fuerzas y en la lógica humana.
En cambio, quien se fía enteramente de Dios deja que Él mismo actúe y… para Dios no hay nada imposible.
La fe que Jesús quiere de sus discípulos es precisamente esa actitud de plena confianza que permite que Dios mismo manifieste su potencia.
y esa fe, que por eso mueve montañas, no está reservada a algunas personas excepcionales. Es posible y un deber para todos los creyentes.
«Os aseguro que si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, le diríais a este monte: ¡quítate de ahí y ponte allí! Y el monte cambiaría de lugar; nada os resultaría imposible».
Se cree que Jesús dijo estas palabras a sus discípulos cuando iba a enviarlos a predicar.
Es fácil desanimarse o asustarse cuando se sabe que se es una pequeña grey poco preparada, sin cualidades especiales, ante innumerables multitudes a las que es necesario IIevarles la verdad del Evangelio.
Es fácil venirse abajo ante gente que tiene intereses bien distintos de los del reino de Dios. Parece una tarea imposible.
Es entonces cuando Jesús asegura a los suyos que con la fe «moverán las montañas» de la indiferencia y del desinterés del mundo.
Si tienen fe nada les será imposible.
Esta frase también puede aplicarse a todas las demás circunstancias de la vida con tal de que contribuyan al avance del evangelio y a la salvación de las personas.
A veces, ante dificultades insuperables, puede surgir la tentación de no dirigirse ni siquiera a Dios. La lógica humana sugiere: ¡Se acabó; total, no sirve de nada!
Es entonces cuando Jesús nos exhorta a no desanimamos y a dirigimos a Dios con confianza. De un modo u otro, Él responderá.
Es lo que le sucedió a Lella.
Habían pasado algunos meses desde que empezó llena de esperanza su nuevo trabajo en Bélgica, en la zona flamenca. Pero, ahora una sensación de abatimiento y de soledad la atormentaba.
Parecía que entre ella y las chicas con las que trabajaba y vivía, se hubiera levantado una barrera insuperable.
Se sentía aislada, como una extranjera entre aquella gente a la que sólo quería servir con amor.
Todo como consecuencia de tener que hablar un idioma que no era ni el suyo ni el de quien la escuchaba. Le habían dicho que en Bélgica todos hablaban francés y lo había aprendido, pero al tomar contacto directo con ese pueblo, se dio cuenta de que los flamencos estudian francés solamente en el colegio y que en general lo hablan de mala gana.
Había tratado muchas veces de mover esa montaña de marginación que la alejaba de las otras, pero sin resultado. ¿Qué podía hacer por ellas?
Veía ante sí el rostro de su compañera Godeliéve lleno de tristeza. Esa noche se había ido a su habitación sin probar bocado.
Lella había intentado seguirla, pero se detuvo ante la puerta de su habitación por timidez y titubeando. Habría querido llamar… pero ¿qué palabras usar para explicarse? Se quedó allí algunos segundos y luego se rindió una vez más.
A la mañana siguiente entró en una iglesia; se puso al final, en los últimos bancos, con el rostro entre las manos para que nadie notara sus lágrimas. Aquel era el único lugar donde no hacía falta hablar otro idioma, donde ni siquiera era necesario explicarse, porque había Alguien que comprendía más allá de las palabras. Fue la seguridad de ser comprendida lo que le dio valor y con el alma angustiada le dijo a Jesús: « ¿Por qué no puedo compartir con las otras chicas sus cruces y decirles esas palabras que tú mismo me hiciste comprender cuando te conocí: que todo dolor es amor?».
Estaba delante del sagrario, esperando casi una respuesta de Aquel que en su vida le había iluminado toda oscuridad.
Bajó la vista y en el evangelio de aquel día leyó: «Ánimo -tened fe yo he vencido al mundo». Aquellas palabras fueron como un bálsamo para el alma de Lella, y sintió una gran paz.
Nada más volver a casa para el desayuno se encontró con Annj, la chica que se encargaba del orden de la casa. La saludó y la siguió hasta la cocina; luego, sin hablar, empezó a ayudarla a preparar el desayuno.
La primera en bajar de las habitaciones fue Godelieve, que iba a la cocina a buscar el café. Andaba deprisa para no ver a nadie, pero se detuvo allí. La paz de Lella le llegó al alma mucho más que cualquier palabra.
Aquella tarde, en el camino de regreso a casa, Godelieve alcanzó Lella con su bicicleta y esforzándose por hablar de manera comprensible para ella, le susurró: «No hace falta que digas nada. Hoy tu vida me ha dicho: «¡ama tú también!»».
La montaña se había movido.
Palabra de vida, septiembre 1979; publicada en CHIARA LUBICH, Palabras para vivir. Ed. Ciudad Nueva, Madrid, 1981, pp. 37-41
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