«No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42)
¿La recuerdas? Es la palabra que Jesús dirige al Padre en el Huerto de Getsemaní y da sentido a su pasión, seguida de su resurrección. Esta palabra expresa en toda su intensidad el drama que se desarrolla en lo íntimo de Jesús. Es la laceración interior provocada por la repugnancia profunda de su naturaleza humana ante la muerte deseada por el Padre.
Pero Cristo no esperó a ese día para conformar su voluntad con la de Dios. Lo hizo toda la vida.
Si ésa fue la conducta de Cristo, ésta debe ser la actitud de todo cristiano. También tú debes repetir en tu vida:
«No se haga mi voluntad, sino la tuya».
Quizás hasta ahora no lo has pensado, a pesar de estar bautizado y ser hijo de la Iglesia.
Tal vez has reducido esta frase a una expresión de resignación que se pronuncia cuando no se puede hacer otra cosa. Pero no es ésta su verdadera interpretación.
Escúchame. En la vida puedes elegir dos direcciones: hacer tu voluntad o hacer libremente la voluntad de Dios.
Y tendrás dos experiencias: la primera será rápidamente desalentadora, porque quieres ascender el monte de la vida con tus ideas limitadas, con tus medios, con tus pobres sueños, con tus fuerzas.
De ahí surgirá, antes o después, la experiencia de la rutina de una existencia que te llevará al aburrimiento, a no concluir nada, a una vida gris y, a veces, a la desesperación.
De ahí una vida monótona que, aunque le quieras dar color, no satisface nunca tus aspiraciones más profundas. Lo tienes que confesar. No puedes negarlo.
Y de ahí todavía, al final, una muerte que no deja huella: alguna lágrima y el inexorable olvido total y universal.
La segunda experiencia es ésa en la que tú también dices:
«No se haga mi voluntad, sino a tuya».
Mira: Dios es como el sol. Del sol parten muchos rayos que llegan a cada hombre. Son la voluntad de Dios para ellos. En la vida, el cristiano y todo hombre de buena voluntad está llamado a caminar hacia el sol, en la luz de su propio rayo, único y diferente de todos los demás. Y así realizará el maravilloso y particular designio que Dios tiene sobre él.
Si tú también haces así, te sentirás arrastrado hacia una divina aventura jamás soñada. Serás actor y espectador a la vez de
algo grande, que Dios realiza en ti y, a través de ti, en la humanidad.
Todo lo qué te suceda, como dolores y alegrías, gracias y desgracias, hechos notables (como éxitos y fortuna, accidentes o muertes de seres queridos), hechos insignificantes (como el trabajo cotidiano en casa, en la oficina o en el colegio), todo, todo adquirirá un significado nuevo, porque te llega de la mano de Dios que es Amor. Él quiere o permite cada cosa por tu bien. Y si al principio lo piensas sólo con la fe, luego verás con los ojos del alma un hilo de oro que une los acontecimientos y las cosas, y compone un magnífico bordado: el designio que Dios tiene para ti.
Quizás esta perspectiva te atrae. Quizás quieres sinceramente dar un sentido más profundo a tu vida.
Entonces escucha: Primeramente te diré cuando tienes que hacer la voluntad de Dios.
Piensa un poco: el pasado ya se ha ido y no puedes recuperarlo. No te queda más que ponerlo en la misericordia de Dios. El futuro todavía no existe. Lo vivirás cuando sea real. En tus manos sólo tienes el momento presente. En él tienes que tratar de realizar la palabra:
«No se haga mi voluntad, sino la tuya».
Cuando quieres hacer un viaje -y la vida es también un viaje- estás tranquilo sentado en tu asiento. No se te ocurre caminar adelante y atrás por el vagón.
Así haría quien quisiera vivir la vida soñando un futuro que no existe todavía, o pensando en el pasado que nunca volverá.
No: el tiempo camina por sí solo. Es necesario estar quietos en el presente y así l
legaremos a la realización de nuestra vida aquí abajo.
Me preguntarás: ¿Pero cómo puedo distinguir la voluntad de Dios de la mía?
En el presente no es difícil saber cual es la voluntad de Dios. Te indico un camino. Escucha dentro de ti: hay una voz sutil, quizás sofocada muchas veces por ti y que casi se ha hecho imperceptible. Pero escúchala bien: es la voz de Dios, y te dice que ése es el momento de estudiar, o de amar a quien lo necesita, o de trabajar, o de superar una tentación, o de cumplir un deber de cristiano, o de ciudadano. Te invita a escuchar a alguien que te habla en nombre de Dios, o a afrontar con valor situaciones difíciles…
Escucha, escucha. No hagas callar esa voz: es el tesoro más precioso que posees. Síguela.
Y entonces, momento tras momento, irás construyendo tu historia, que es historia humana y divina a la vez, porque la llevas a cabo tú en colaboración con Dios. Y verás maravillas: verás lo que puede realizar Dios en una persona que dice con toda su vida:
«No se haga mi voluntad, sino la tuya».
Chiara Lubich