porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).
La predicación de Jesús se abre con el sermón de la montaña. Ante el lago Tiberiades en una colina en las inmediaciones de Cafarnaum, sentado, como solían hacer los maestros, Jesús anuncia a la muchedumbre cómo es el hombre de las bienaventuranzas. Ya en más ocasiones en el Antiguo Testamento había resonado la palabra «bienaventurado», es decir, la exaltación de aquel que cumplía de los modos más variados la Palabra del Señor.
Las bienaventuranzas de Jesús evocan, en parte, las que los discípulos ya conocían, pero por primera vez sentían que los puros de corazón, no sólo eran dignos de subir al monte del Señor, como cantaba el Salmo, sino que además podían ver a Dios. Por tanto ¿cuál era esa pureza tan elevada para merecer tanto? Jesús lo explicaría más veces en el curso de su predicación. Por eso, tratemos de seguirlo para ir a la fuente de la auténtica pureza.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
Ante todo, según Jesús, hay un método por excelencia de purificación: «vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado». No son los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está Cristo presente, como está presente de otro modo, en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros y mientras la dejamos actuar, nos hace libres del pecado y puros de corazón.
Por tanto, la pureza es fruto de la Palabra vivida, de todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los así llamados apegos en los que necesariamente se cae si no se tiene el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Éstos pueden referirse a las cosas, a las criaturas, a nosotros mismos, pero si el corazón apunta sólo a Dios, todo el resto cae.
Para tener éxito en esta empresa, puede ser útil durante el día repetir a Jesús, a Dios, esa invocación del salmo que dice: «Eres tú, Señor, mi único bien».
Intentemos repetirlo a menudo, y sobre todo, cuando los distintos apegos quisieran arrastrar nuestro corazón hacia aquellas imágenes, sentimientos y pasiones que pueden ofuscar la visión del bien y quitarnos la libertad.
¿Nos sentimos impulsados a mirar ciertos carteles publicitarios, a ver ciertos programas de televisión? No, digámosle: «Eres tú, Señor, mi único bien» y será éste el primer paso que nos hará salir de nosotros mismos, volviéndole a declarar nuestro amor a Dios. Así habremos ganado en pureza.
¿Advertimos a veces que una persona o una actividad se interponen como un obstáculo entre nosotros y Dios y empañan nuestra relación con Él? Es el momento de repetirle: «Eres tú, Señor, mi único bien». Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y a volver a encontrar la libertad interior.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
La Palabra vivida nos hace libres y puros porque es amor, es el amor el que purifica con su fuego divino nuestras intenciones y toda nuestra intimidad, porque el «corazón» según la Biblia es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un amor que Jesús nos enseña y que nos permite vivir esta bienaventuranza. Es el amor recíproco, el de quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Éste crea una corriente, un intercambio, una atmósfera cuya nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza, por la presencia de Dios, la única que puede crear en nosotros un corazón puro. Viviendo el amor mutuo la Palabra actúa con sus efectos de purificación, de santificación.
El individuo aislado es incapaz de resistir durante mucho tiempo las instigaciones del mundo, mientras que en el amor mutuo encuentra el ambiente sano, capaz de proteger su pureza y toda su auténtica existencia cristiana.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
Y aquí está el fruto de esta pureza, que siempre hay que conquistar: se puede ver a Dios, es decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, sentir su voz en el corazón, acoger su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es gustar por anticipado la presencia de Dios que empieza ya desde esta vida «caminando en la fe y no en la visión» hasta que lo «veamos cara a cara» por toda la eternidad.
Chiara Lubich
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