«Sígueme» (Mt 9, 9)
Mientras salía de Cafarnaún, Jesús vio a un recaudador llamado Mateo que estaba recaudando impuestos. Mateo ejercía un oficio que lo hacía odioso a la gente, semejante a los usureros y a los explotadores, que se enriquecen a costa de los demás. Los escribas y fariseos lo equiparaban a los pecadores públicos, y por eso le reprochaban a Jesús que fuera «amigo de andar con publicanos y gente de mala reputación» y que comiera con ellos.
Yendo contra toda convención social, Jesús llamó a Mateo para que lo siguiera y aceptó ir a comer a su casa, como hará más tarde con Zaqueo, jefe de los recaudadores de impuestos de Jericó. Cuando le piden que explique esa actitud suya, Jesús dice que ha venido a curar a los enfermos, no a los sanos, y a llamar no a los justos, sino a los pecadores. También esta vez su invitación va dirigida precisamente a uno de ellos:
«Sígueme».
Jesús les había dirigido ya esta palabra a Andrés, Pedro, Santiago y Juan a la orilla del lago. Y la misma invitación, pero con otras palabras, le hizo a Pablo por el camino de Damasco. Pero Jesús no se detuvo ahí; a lo largo de los siglos ha seguido llamando a hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. Hoy también lo hace; pasa por nuestra vida, nos aborda en distintos lugares, de maneras diferentes, y de nuevo nos invita a seguirlo.
Nos llama a estar con Él porque quiere entablar una relación personal, y al mismo tiempo nos invita a colaborar con Él en el gran proyecto de una humanidad nueva.
No le importan nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestras miserias. Él nos ama y nos elige tal como somos. Será su amor el que nos transforme y nos dé la fuerza para responderle y el valor para seguirlo, como hizo Mateo.
Y para cada uno tiene un proyecto de vida, una llamada, un amor especiales. Lo percibimos en el corazón gracias a una inspiración del Espíritu Santo, o mediante determinadas circunstancias, o por un consejo o una indicación de alguien que nos quiere… y aunque se manifieste de los modos más diversos, resuena la misma palabra:
«Sígueme».
Recuerdo cuando yo también sentí esta llamada de Dios. Era una mañana muy fría de invierno en Trento. Mi madre le pidió a mi hermana más pequeña que fuera a comprar leche a dos kilómetros de casa, pero hacía demasiado frío y no le apetecía ir. Mi otra hermana también dijo que no; entonces me ofrecí: «Voy yo, mamá», le dije, y cogí la botella. Salí de casa y a mitad de camino sucedió algo especial. Me pareció que el cielo se abría y Dios me invitaba a seguido. En el corazón sentí: «Entrégate completamente a mí».
Era una llamada explícita a la que quise responder enseguida. Hablé con mi confesor y él me dio permiso para consagrarme a Dios para siempre. Era el 7 de diciembre de 1943. Nunca podré describir lo que mi corazón sintió ese día: me había desposado con Dios; podía esperarlo todo de Él.
«Sígueme».
Esta Palabra no se refiere solamente al momento de la elección determinante de nuestra vida. Jesús nos la sigue diciendo todos los días. «Sígueme», parece decirnos ante los deberes cotidianos más sencillos; «sígueme» en esa prueba que debo abrazar, en esa tentación que superar, en ese servicio que llevar a cabo.
Mientras salía de Cafarnaún, Jesús vio a un recaudador llamado Mateo que estaba recaudando impuestos. Mateo ejercía un oficio que lo hacía odioso a la gente, semejante a los usureros y a los explotadores, que se enriquecen a costa de los demás. Los escribas y fariseos lo equiparaban a los pecadores públicos, y por eso le reprochaban a Jesús que fuera «amigo de andar con publicanos y gente de mala reputación» y que comiera con ellos.
Yendo contra toda convención social, Jesús llamó a Mateo para que lo siguiera y aceptó ir a comer a su casa, como hará más tarde con Zaqueo, jefe de los recaudadores de impuestos de Jericó. Cuando le piden que explique esa actitud suya, Jesús dice que ha venido a curar a los enfermos, no a los sanos, y a llamar no a los justos, sino a los pecadores. También esta vez su invitación va dirigida precisamente a uno de ellos:
«Sígueme».
Jesús les había dirigido ya esta palabra a Andrés, Pedro, Santiago y Juan a la orilla del lago. Y la misma invitación, pero con otras palabras, le hizo a Pablo por el camino de Damasco. Pero Jesús no se detuvo ahí; a lo largo de los siglos ha seguido llamando a hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. Hoy también lo hace; pasa por nuestra vida, nos aborda en distintos lugares, de maneras diferentes, y de nuevo nos invita a seguirlo.
Nos llama a estar con Él porque quiere entablar una relación personal, y al mismo tiempo nos invita a colaborar con Él en el gran proyecto de una humanidad nueva.
No le importan nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestras miserias. Él nos ama y nos elige tal como somos. Será su amor el que nos transforme y nos dé la fuerza para responderle y el valor para seguirlo, como hizo Mateo.
Y para cada uno tiene un proyecto de vida, una llamada, un amor especiales. Lo percibimos en el corazón gracias a una inspiración del Espíritu Santo, o mediante determinadas circunstancias, o por un consejo o una indicación de alguien que nos quiere… y aunque se manifieste de los modos más diversos, resuena la misma palabra:
«Sígueme».
Recuerdo cuando yo también sentí esta llamada de Dios. Era una mañana muy fría de invierno en Trento. Mi madre le pidió a mi hermana más pequeña que fuera a comprar leche a dos kilómetros de casa, pero hacía demasiado frío y no le apetecía ir. Mi otra hermana también dijo que no; entonces me ofrecí: «Voy yo, mamá», le dije, y cogí la botella. Salí de casa y a mitad de camino sucedió algo especial. Me pareció que el cielo se abría y Dios me invitaba a seguido. En el corazón sentí: «Entrégate completamente a mí».
Era una llamada explícita a la que quise responder enseguida. Hablé con mi confesor y él me dio permiso para consagrarme a Dios para siempre. Era el 7 de diciembre de 1943. Nunca podré describir lo que mi corazón sintió ese día: me había desposado con Dios; podía esperarlo todo de Él.
«Sígueme».
Esta Palabra no se refiere solamente al momento de la elección determinante de nuestra vida. Jesús nos la sigue diciendo todos los días. «Sígueme», parece decirnos ante los deberes cotidianos más sencillos; «sígueme» en esa prueba que debo abrazar, en esa tentación que superar, en ese servicio que llevar a cabo.
¿Cómo responderle concretamente?
Haciendo lo que Dios quiere de nosotros en el presente, que conlleva siempre una gracia especial.
Este mes nos comprometeremos a entregarnos con decisión a la voluntad de Dios, al hermano o a la hermana que debemos amar, al trabajo, al estudio, a la oración, al descanso o a la actividad que debemos realizar.
Aprendamos a escuchar en lo más profundo del corazón la voz de Dios, que habla también a través de la voz de la conciencia, y nos dirá en cada momento lo que Él quiere de nosotros. Y estemos dispuestos a sacrificarlo todo para llevarlo a cabo.
«Concédenos, oh Dios, no sólo que te amemos cada día más, porque pueden ser muy pocos los días que nos queden, sino que te amemos en cada momento presente con todo el corazón, el alma y las fuerzas haciendo tu voluntad».
Éste es el mejor sistema para seguir a Jesús.
Haciendo lo que Dios quiere de nosotros en el presente, que conlleva siempre una gracia especial.
Este mes nos comprometeremos a entregarnos con decisión a la voluntad de Dios, al hermano o a la hermana que debemos amar, al trabajo, al estudio, a la oración, al descanso o a la actividad que debemos realizar.
Aprendamos a escuchar en lo más profundo del corazón la voz de Dios, que habla también a través de la voz de la conciencia, y nos dirá en cada momento lo que Él quiere de nosotros. Y estemos dispuestos a sacrificarlo todo para llevarlo a cabo.
«Concédenos, oh Dios, no sólo que te amemos cada día más, porque pueden ser muy pocos los días que nos queden, sino que te amemos en cada momento presente con todo el corazón, el alma y las fuerzas haciendo tu voluntad».
Éste es el mejor sistema para seguir a Jesús.
Chiara Lubich