«En resumen:
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas.» (Mt. 7, 12).
El amor es el modo de ser de Dios, un amor que movió a Jesús hasta dar la vida. El amor que El había experimentado en el seno del Padre es la ley que lleva a Jesús a dar su vida en la cruz.
“No es un amor más junto a las varias manifestaciones del amor natural, no es un rival que considera el amor natural como malo. El ágape, al contrario, anima el amor natural desde adentro, lo purifica, lo refuerza, le da las cualidades divinas de fidelidad, de verdad, etc. El ágape mueve el creyente allí donde no llega el amor natural: a amar al enemigo, al antipático, al feo. Tampoco el ágape se manifiesta solo en el amor natural, sino que comprende toda la existencia, todo el obrar humano, estructura el ser del creyente.
El ágape, por otra parte, no se opone a la Ley de Moisés, es la plenitud: la incluye y la trasciende. El creyente no solo no roba, sino que está dispuesto a poner sus bienes en común; no solo no mata, sino que está dispuesto a dar la propia vida; no solamente no codicia, sino que considera a cada hombre en la dignidad que Cristo le ha dado.
El ágape puesto en lo íntimo del hombre, visto que procede de Dios, tiene las características de Dios: tiende a realizar entre los hombres la comunión de vida que existe en Dios. Es posible en el presente de nuestra vida e historia, aunque todavía condicionada por los límites de nuestra condición actual. De hecho, el ágape gracias a la reciprocidad vivida en la comunidad, es capaz de liberar al hombre del propio egocentrismo, afirmación de si y autosuficiencia, en la que el Pecado, por medio de la Ley, lo tenía encerrado, y de abrirlo a la vida de unidad”.